Para mí escribir es un acto de fe. Cuando me siento frente al teclado o el bolígrafo soy sólo una Eli en una isla en la que sólo estoy yo. No tengo internet, ni un teléfono, sólo una botella, su tapón, un lápiz y un papel. Eso es todo.
En esa botella envío un mensaje. ¿A quién? No lo sé -ojalá a alguien, espero. Probablemente al fondo del mar en algún momento o a un lugar tan lejos en el tiempo en el que se hayan borrado el lápiz o la lengua en la que escribo. Escribo lo más importante en ese momento, tiro la botella al mar y rezo.
Los días siguientes me preguntaré si era correcto haber puesto esto o lo otro. En esos momentos me intentaré tranquilizar con un <<Bueno, probablemente nunca lo lea nadie>>. Siendo honesta, ese sería el peor de los casos.
Sólo hay alguna posibilidad, puede que estimable con los datos de que dispongo pero que no me atrevería a calcular, de que esas palabras lleguen a alguna persona. Alguien que se convierta en la otra orilla de estos garabatos para transformarlos en algo más mágico, algo que merezca la pena: comunicación.
Sólo un acto de fe en que estos dibujos abstractos cobren sentido en otro ser humano que, en gran medida por casualidad, se tope con mi botella y decida regalarme dos de sus recursos más preciosos: su atención y su tiempo.
No lo hago por romántica. Sin esa pizca de fe el mundo sigue teniendo sentido pero yo no se lo encuentro.